Oiga, ande, yo soy de acá, de Durango

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(SEGUNDA DE DOS PARTES) 

Por Jesús Marín

Saben, yo nací acá en el norte. Acá en la planicie y en la sierra. En el desierto y entre los pinares. En la provincia pues. Bajo un cielo tan azul, tan puro como la sonrisa de Dios , límpido como las miradas de Dios.

En una Ciudad, antes callada, antes tranquila. Antes colonial. Ciudad escondida entre cerros, entre desiertos de cantera y desamparo. Tierra famosa por el artero veneno de sus alacranes, y el agua flourada que ancha nuestra sonrisa.

Tierra del centauro del Norte, mi General Francisco Villa. Se han filmado más de una centena de películas, en la otrora llamada tierra del cine.

Ciudad de casi quinientos años, al pie de una montaña de plata, plata imaginada por la ambición de los conquistadores barbudos. Montaña con el nombre de su descubridor: Ginés Vázquez de Mercado. El mayor yacimiento de hierro del país. El segundo en el mundo. Esa montaña de plata, carnada para los peninsulares a tierras de Durango.

Vasconcelos visita la capital del ex reino de la nueva Vizcaya. La visita a mediados del siglo pasado, cuando la tranquilidad era nuestra moneda cotidiana. Por sus calles empedradas circulaba nomás la gente, carromatos tirados por mulas. El ruido de los carromatos y el chasquido de silencios. Vasconcelos, fascinado de la altivez señorial de sus palacios y casonas, la nombra ciudad de los Palacios.

Construida gracia al oro y plata de las minas. Gracias a la vida y muerte de miles de mineros y campesinos duranguenses, explotados por siglos  por dueños de las grandes Haciendas y Minas. Ciudad de orgullosa estirpe criolla. De altiva herencia vasca.

Sí, soy norteño ¿algún problema? Medio bronco. Medio alebrestado y echado pa delante. Sí, dicen que hablo encabritado. Moreno de sol, bajo este traslúcido cielo, azul como la caridad de Dios.

Soy medio atravesado. Aquí no nos andamos con chingaderas. ¿No se me nota? Hablamos golpeado, como enojados, dicen los del sur. Por eso nos miran con cautela, por decir lo menos.

En México tenemos fama de pistoleros. De broncos. Somos de la tierra del General Pancho Villa.

Yo miro directo a los ojos al hablar, sin cábulas ni dobleces. Saludo de apretón fuerte, con la sinceridad del norteño. No soy ladino ni traidor. Digo las cosas, cara a cara, ateniéndome a lo que pase. Sostenedor de mi palabra en mi tierra y en la ajena. ¿Lo averiguamos, cabrón?

No se asuste, soy hombre de paz. No de pleitos, tampoco soy dejado. Nomás me gusta hablar fuerte. Sin hipocresías. Callado y sereno, como este Valle del Guadiana, atrapado entre montañas.

Soy wero de rancho. Somos una ciudad que se cree Vasca, descendientes de españoles, Afrancesada hace cien años. Gringos culo prieto.

Soy de la tierra de los alacranes, pa’ lo que usted guste mandar. Nomás no se pase de mecha. En esta tierra, nos hablamos de Usted, oiga, mande seño. Dicen quesque somos malacarientos y peor averiguaos. Quesque gritamos al hablar. Como amuinados.

Se asustan de nuestro apretón de manos, fuerte y franco, sin mariconadas. Sin traiciones. Por eso la fama de cabrones. De hombres de temperamento encendido: Canatlán de las pistolas. Gomézbalazos. Oiga amigo, ¿qué me ve? Qué no me ve, pos véame ¿por qué me hace menos?

Soy de esta tierra desértica, con el ande y el oiga. Donde el mijo cada vez se escucha menos. Ya no se oyen los pregones de los aguamieleros con sus barricas a lomos de burro. No se oye la armónica del afilador de cuchillos. Ni se escucha el ulular del sereno por las madrugadas.

Aún nos paseamos por la Plaza de Armas a dominguear. Nuestra plaza de armas es el corazón de la ciudad, donde convergen todos los corazones alacranes.

Vamos al cementerio cada dos de noviembre a honrar a nuestros fieles difuntos. Nos casamos por la iglesia, fieles a la religión de nuestros ancestros. Los Hombres de negro y las mujeres en virginal blancura. Bailamos la polka sin arrejuntarnos, de lejitos. Traemos sombrero atejanado, cinto piteado y botas. Guardamos la Semana Santa.

Somos un rancho grande. Amamos esta tierra. Tierra plena de sol, arisca con los fuereños. Acá somos compas. Respetamos a nuestros viejos y tradiciones. Todos con algún familiar en gabacho, buscando la vida, mandando dólares a los que nos quedamos a cuidar a nuestros muertos. A cuidar nuestra tierra y herencia.

Oiga compa, soy norteño y no me sé dejar de nadie. Y ande ande, soy duranguense de corazón y sangre.

Somos el Estado con forma de corazón, del norte de México; Durango, situado a mil kilómetros de ninguna parte. Tan lejos de Dios y tan cerca de la nada.

Casi quinientos años rezando por la esperanza. Durango tierra de hombres recios, bragados, de pocas palabras y sangre ardiente. De mujeres todo corazón.

Durango, famoso por la picadura de sus alacranes, casi mortal, hasta que los Doctores Carlos León de la Peña Gavilán y el chihuahuense Isauro Venzor Fuedesi, crearon el suero antialacránico. Salvando a propios y extraños.

Durango, célebre por las manzanas de Canatlán. Por el mezcal de Nombre Dios. Por el puente colgante de Mapimí. Por el puente Baluarte, tan largo como costoso. El más largo de Latinoamérica.

Durango, renombrado en el mundo por sus ricas vetas de oro y plata. Por los pinos de la Sierra Madre Occidental.

Durango de Haciendas y peones. Durango de calles estrechas que se duermen temprano. De ir a misa los domingos y encerrarse nomás se mete el sol.

Somos el Durango de leyendas y mitos. La leyenda de amor de Beatriz, la novicia que se lanzó al vacío desde la torre derecha de catedral, al enterarse de la muerte de su amado. cuya figura fantasmal lleva más de un siglo, esperando el regreso de su amado, en esa misma torre desde donde se suicida.

El alacrán de la celda 27 en la Penitenciaria. Del puente de Navacoyán que el diablo construyo en una noche a cambio del alma del maestro albañil. El músico que le tocó al diablo.

Durango, Duranghetto, ghetto de invisibles muros, todos nos queremos largar, pero chillamos lejos de ti. Durangutan, ranchito pavimentado. Nos conocemos de vistas o de oídas. Duranyork, isla sin mar, centro del poder virreinal del antiquísimo reino de la Nueva Vizcaya.

Somos tierra de criollos y Haciendas; peones y Amos. Durango con su clase de rancia aristocracia minera y Porfirista.  Casta privilegiada, decencia intachable, gente de bien, temerosa de Dios. Paseando por sus calles con ropa francesa. Empoderados por su piel blanca y su oro. Familias de privilegios casi divinos. Familias en las bancas principales de Catedral al oficiar su excelentísimo Príncipe de la Iglesia de siempre fiel. Sus hijos estudian en las Europas. En Universidades norteamericanas. Quitarse el sombrero ante los patrones y besar la mano al Señor Cura.

Familia que se respete, con piano en casa, y hablan francés. Toman el café en los Portales de las palomas, trajeados, bien curros, a la moda de las grandes ciudades europeas. Familias dueñas de la Ciudad, de las vidas y destinos, de la chusma. Dueñas del comercio y la riqueza. Del gobierno y las tierras, incluidas las almas de la gente. Sin rendir cuentas a nadie. Salvo a Dios y su Santa Iglesia. Y al Señor Presidente Don Porfirio Díaz, que Dios nos lo conserve para siempre.

El otro Durango, el olvidado, el sometido. Donde los pobres valían menos que un perro. Se les prohibía andar de camisa y calzón, de manta, por el centro de la ciudad, no fueran afear el afrancesamiento, so pena de ser azotados o recluidos en la Penitenciaría. Levantados por la leva. Castigados al Valle Nacional. Obligados a rentar camisa de algodón y pantalón de mezclilla para ser admitidos en la ciudad.

Durango de jodidos, con el único derecho a morirse de hambre. Esclavizarse en las tiendas de raya. Ser sirvientes y lacayos de por vida y en varias generaciones para servirle al patrón.

Los patrones, dueños de Haciendas y las tierras, miles de hectáreas, con derecho de pernada en nuestras muchachas recién casadas o que nomás les llenaran el ojo. El derecho de pernada del Amo de la Casa Grande. Durango de Haciendas y jodidos.

Así somos acá, por donde pasaba el Camino Real que unía a las Californias con la real y pontificia Ciudad de México, capital de la Nueva España, sierva de Dios y los Reye católicos de la madre patrias.

Vengase a probar nuestro mezcal. Degustar nuestro caldillo duranguense. Rezar en nuestra Catedral, una de las tres más hermosa de la fe mexicana. A mirar los increíbles paisajes de la Sierra Madre occidental. A escuchar los impresionantes mutismos de la Zona del Silencio, habitado por animales endémicos y plantas misteriosas, con lluvias de estrellas y meteoros. A extasiarse con las cascadas de Mexiquillo. Irse de día de campo al Saltito, con sus tres cascadas. Visitar el primer pueblo fundado en Durango, Nombre de Dios, famoso por sus gorditas y mezcales de membrillo.

Somos Durango, Corazón de México. ¡Viva Villa, cabrones!