Palabra Dominical

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Domingo XIX Ordinario Ciclo B

PARA NO DESFALLECER EN EL DESIERTO

El discurso del pan de vida.

Jn 6, 41-51

Leemos hoy como evangelio la primera parte del discurso de Jesús sobre el pan de vida. El texto contiene dos secciones: 1era. Origen de Jesús y de la fe en él. 2da. Jesús es el pan vivo que da vida al que lo come. Comienza el texto afirmando: “Los judíos criticaban a Jesús porque había dicho yo soy el pan vivo bajado del cielo, y decían ¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?”. En buena lógica, las palabras de Jesús eran para ellos una loca arrogancia. Es el escándalo, siempre actual, de la encarnación de Dios en la raza humana.

Jesús reconoce que el misterio de su persona no se puede captar sino con el don de la fe: “No critiques (es decir, no sean incrédulos). Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado… Se lo aseguro: el que cree tiene vida eterna”. Jesús habla en presente: el que responde a la atracción, el que cree, ya tiene vida eterna. Este ha comenzado aquí y ahora: lo eterno ha entrado en el tiempo. Es la escatología presente o realizada, propia del evangelio de Juan, y que se completa con la futura: “Y yo lo resucitaré en el último día”. Pero ese don de la fe está condicionado a una actitud responsable del hombre: escuchar a Dios. “Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene de mí”.

Comentando san Agustín este pasaje evangélico de hoy en su tratado 26 sobre el evangelio de Juan, Pregunta cuál es la atracción del Padre; y razona a base de símiles.  Enseña un dulce a un niño y lo atraes; lanza una piedra al aire y cae al suelo atraída por su propio peso; en cambio, si quemas un papel el humo va hacia arriba, porque es más ligero que el aire. ¿Saben, Hermanos—pregunta—, ¿cuál es nuestro peso, el que nos atrae, nos inclina y nos vence? Es el amor; mi amor es mi peso. Entréguenme un corazón que ame y entenderá bien lo que digo; pues si hablo a un corazón que esta helado, no entenderá mi lenguaje. De esta índole eran los judíos que criticaban las palabras de Jesús sobre el pan de vida; no creían en él porque no eran capaces de amar.

La segunda parte del Evangelio constituye el núcleo del discurso sobre el pan de vida. Mediante la fórmula de revelación “yo soy” –como Yahvé en el antiguo testamento—Jesús se autodefine como el pan que da vida eterna al que lo come. Ésa es la diferencia con el maná del desierto que, además de ser perecedero él mismo, no pudo impedir la muerte de quien lo comía. En contraposición, Jesús declara: “Yo soy el pan vivo que  ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. 

Como el profeta Elías, para superar el cansancio de la fe en la travesía del desierto de la vida, necesitamos la energía que nos da el pan vivo bajado del cielo que es Cristo, pan de vida eterna para todo el que cree en él.

 Elías está tentado a abandonar. El protagonista de la primera lectura es el profeta Elías, que en su tiempo defendió en solitario la fe monoteísta frente al empuje de la idolatría del pueblo y la corrupción de los poderosos. La crisis de fe, propia de su tiempo (s. IX a.C), le alcanza a él mismo respecto de la misión que el Señor le ha confiado. Quizá se pasó en su celo yavista, haciendo degollar en el torrente Quisón a los 450 sacerdotes del falso dios Baal, después que fracasaron con el fuego del sacrificio en lo alto del monte Carmelo.

Por todo el rey Ajab y su esposa Jezabel, adoradores ambos de los ídolos, como tantos israelitas en el reino del Norte, persiguen a muerte a Elías. El profeta tiene que huir al desierto. Allí le espera el sol y la fatiga, el polvo y el sudor, la sed y el hambre; en una palabra, la dura tentación del desierto rechazado por todos está seriamente tentado a abandonar. Así que al final de la jornada se sentó bajo una retama y se deseó la muerte, diciendo: “Basta ya, Señor, quítame la vida, pues yo no valgo más que mis padres.

Pero Dios proveyó a la debilidad de su profeta con pan y agua, un alimento tal que con su fuerza pudo caminar durante cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, en el Sinaí, al encuentro del Señor, él lo reintegró de nuevo a su misión al pueblo elegido. La liturgia de hoy ve en este relato un anuncio del pan de la eucaristía, vida y fuerza de lo alto.

El cansancio en la fe. Salvadas las distancias, el caso de Elías tiene eco en nuestra propia situación personal como individuos.  Y como miembros de una comunidad cristiana en cuyo ambiente vivimos. Cuando crece amenazante el desierto del increencia, cuando se torna intratable el duro asfalto de la vida, cuando Dios se pierde en el horizonte, entonces surge fácilmente el cansancio de la fe.

Este Síndrome o conjunto de síntomas encierra todo un mundo psicológico. Son esos momentos en que se nublan o, peor aún, entran en barrera el amor y la ternura, las razones de creer y de esperar, el optimismo y la ilusión de vivir, la convivencia y la solidaridad, y tantos valores que parecían inconmovibles y en los que descansábamos seguros.

No obstante, si somos creyentes auténticos, seremos capaces de realizar con éxito la travesía del desierto sin desfallecer, al igual que los que nos han precedido. Pero ¿dónde encontraremos la fuerza? Cuando parece que nada tiene interés o que todo está perdido, queda la secreta energía de un alimento que puede vigorizarnos si escuchamos a Dios y creemos en Cristo Jesús, palabra del Padre y pan de vida. Ambas realidades, la fe y el pan eucarístico, dan vida eterna, es decir, presenta y futura. Es la enseñanza de Jesús en el evangelio de hoy.

+ Faustino Armendariz Jimenez

Arzobispo de Durango