Palabra Dominical por el arzobispo Faustino Armendáriz

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V Domingo de Cuaresma

Si el grano de trigo sembrado en la tierra muere, producirá mucho fruto.

Jn 12,20-33

El Ultimo domingo de Cuaresma, nos detalla la obra de salvación. El grano muere y da fruto; este fruto cultivado en la obediencia es la salvación eterna.

Recordemos que el domingo pasado se nos invitaba a levantar la mirada hacia Cristo y a poner atención en la obra de Dios en nosotros. Esta actitud implicaba la fe, es decir, confiar y abandonarse en las manos del Padre. Este quinto domingo refuerza esta orientación general propia de la segunda parte de la cuaresma, al mismo tiempo que nos sumerge un poco más en el misterio de nuestra redención y nos marca un camino a seguir.

Nada más importante y fundamental en la vida cristiana que dejar que Dios obre en nosotros. Toda la cuaresma quiere educarnos para esto. Las tres lecturas hacen referencia al proceso o dinamismo propio del misterio pascual, al paso necesario por la destrucción, la obediencia y la muerte, de donde Dios hará surgir de nuevo la vida.

Con el profeta Jeremías se nos invita a esperar una verdadera y auténtica renovación de nuestra relación o alianza con Dios. Una relación donde nos será posible, por fin, ser fieles a Dios, obedecerle de corazón. Esta gracia de la obediencia cordial será la forma de poder “desahogar” nuestro amor por Él, pues sin la misma todo intento de fidelidad fracasa. La promesa es realmente inmensa: poder conocer la voluntad de Dios y cumplirla integralmente. Será el fruto maduro de la redención plena en nosotros, fruto deseado de la Pascua de Jesús.

La carta a los Hebreos insiste con mucho realismo en “lo que le costó” a Jesús llegar a ser causa de salvación eterna. Su obediencia sacrificial abrió el camino para que sea posible nuestra obediencia cordial, que también debe transitar por el misterioso camino de la súplica con gritos y lágrimas para ser escuchada y de la obediencia dolorosa para ser fecunda.

El evangelio nos habla del “paso” necesario de Jesús a través del sufrimiento y la muerte para obtenernos la vida eterna. Se trata del proceso o dinamismo propio del misterio pascual, el paso necesario por la destrucción, la obediencia y la muerte, de donde Dios hará surgir de nuevo la vida. Jesús muere para resucitar. Da la vida por la salvación de los hombres para luego recobrarla resucitada. Y de este modo se nos dice también que Dios quiere obrar en nosotros lo mismo que obró en su Hijo Jesús. Es la ley de la fecundidad de la semilla, que se inaugura con Jesús y se convierte también en ley para sus discípulos. Y esto no es nada fácil de aceptar y asumir pues es cierto que a todos nos apetece más la salud, el triunfo, el éxito y los honores que la renuncia o el sacrificio o el fracaso. Cristo nos ha enseñado que el mundo se salva no con alardes de poder, sino por medio de la cruz.

Es claro en las tres lecturas que Dios toma la iniciativa en nuestra redención; por tanto hay que dejarlo obrar a Él, a su modo y con sus tiempos. Jesús nos enseña que cuando oremos debemos dejar siempre a Dios elegir la solución de la situación en que nos encontremos. La solución que le dé Dios será siempre mejor que la que nosotros podamos pensar con nuestras mentes limitadas.

La propuesta de este domingo es renovar nuestro propósito de seguir a Cristo en este paso fecundo de la muerte a la vida de Dios. Él lo ha dado primero y nos invita a seguirlo con confianza. No hay otro camino fuera de este para llegar a una Pascua fecunda.

+ Faustino Armendáriz Jiménez

Arzobispo de Durango