Palabra Dominical por el arzobispo Faustino Armendáriz Jiménez

Domingo VI De Pascua

Yo rogaré al Padre y Él les dará otro consolador

«Yo rogaré al Padre y Él les enviará otro Paráclito que esté siempre con ustedes». Esta frase del Evangelio unifica la liturgia previa a la Ascensión y a Pentecostés. La naciente Iglesia ha vivido una larga experiencia de encuentro con Jesús Resucitado y ahora anuncia su partida. Pero Jesucristo nunca dejará sola a su Iglesia. Revela el misterio Trinitario y promete la presencia de un defensor: el Espíritu Santo. Este discurso de despedida del Señor nos hace crecer en la esperanza cristiana y exclamar, junto con el salmista, que el evento de Pentecostés es una «obra admirable» y que toda la tierra ha de aclamar al Señor pues ha hecho prodigios por los hombres.

El Evangelio de este Domingo contiene la primera de las cinco promesas del Espíritu Santo que hace Jesús a sus apóstoles en su discurso de despedida durante la última cena: «Yo pediré al Padre, y os dará otro Paráclito…, el Espíritu de la verdad…» (Jn 14,16.17). Lo primero que llama la atención es el nombre dado al Espíritu Santo: «Paráclito». Este término es propio de San Juan en el Nuevo Testamento. Pertenece a un contexto jurídico y designa a quien viene en ayuda de otro, sobre todo en el curso de un proceso judicial. En este conflicto ellos no tienen que temer porque el Padre les dará un Paráclito. En efecto. El primer gran defensor, el que ha estado con los discípulos y los ha asistido hasta ese momento, es Jesús mismo. Pero Jesús está anunciando su partida; cuando él haya partido, vendrá el Espíritu Santo, que es llamado «otro Paráclito», porque continuará entre los discípulos la obra realizada por Jesús. En esta misma ocasión, dirigiéndose al Padre, Jesús destaca su rol de «defensor» en relación a sus discípulos: «Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido» (Jn 17,12). Esta es la tarea que tendrá ahora el Espíritu Santo.

«No os dejaré huérfanos» Jesús anuncia su partida inminente; pero asegura que volverá pronto a los suyos: «No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros». Este regreso no se refiere a las apariciones de Cristo Resucitado, sino a una presencia suya espiritual, interior y permanente. Entonces sólo los discípulos lo verán: «Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis». La capacidad de ver a Jesús vivo junto a los suyos será la obra del Espíritu Santo. Jesús dice claramente cuál es la condición para que alguien pueda verlo: «El que me ame… yo me manifestaré a él». Podemos precisar aun, más esta condición: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama». Por tanto, para ver a Jesús es necesario amarlo, pero en la forma concreta de observar su voluntad. Esta condición no la cumple el mundo. Por eso Jesús dice: «El mundo ya no me verá». Los discípulos, en cambio, sí la cumplen: «Vosotros sí me veréis». Jesús, entonces, no se manifestará al mundo (Jn 14,22). Y esto será porque al Paráclito, que deberá realizar su presencia espiritual entre los hombres, «el mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce». La expresión «no puede» indica una incapacidad radical. La condición para recibir el Espíritu Santo es justamente la fe en Jesucristo. El Padre quiere dar el Paráclito a petición de Jesús, pero el mundo es incapaz de recibir este don del Padre, porque no cree en Jesús. Al fi nal de la frase Jesús indica otro motivo para esta incapacidad del mundo de recibir el Espíritu: «porque no lo ve ni lo conoce». ¿Cómo puede alguien «ver» el Espíritu? El Evangelista San Juan usa aquí el verbo «theorein». Pero este verbo no se aplica nunca a una visión puramente espiritual. Si Jesús reprocha al mundo no «ver» el Espíritu, quiere decir que no logra percibirlo a través de sus manifestaciones exteriores. Se trata aquí de las manifestaciones del Espíritu en la Persona, en el ministerio y en la palabra de Jesús mismo. Puesto que el mundo se ha mostrado incapaz de «ver – percibir» el Espíritu Santo actuando en la persona de Jesús, ahora no puede «reconocerlo». Por eso dice Jesús que el mundo es incapaz de recibir el Espíritu; el mundo no está en la disposición requerida para recibir este don del Padre. La situación de los discípulos es diametralmente opuesta. Es a los discípulos a quienes el Padre dará el Paráclito y, por tanto, a ellos se manifestará Jesús. Durante la vida pública de Jesús, el Espíritu estaba actuando en él. Y estando en Jesús, «mora con los discípulos», que fueron llamados para estar siempre con Jesús (ver Mc 3,14; Jn 1,39). Recordamos que la señal dada a Juan el Bautista es ésta: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es quien bautiza con Espíritu Santo» (Jn 1,33). Y los discípulos, a diferencia del mundo, son capaces de «ver», es decir discernir, el Espíritu en acción en la vida, obras y palabras de Jesús. En efecto, ellos ya «creían y sabían que Jesús era el Santo de Dios» (Jn 6,64). Por eso, Jesús dice en la última cena que ellos «conocen el Espíritu». Esta experiencia del Espíritu, este conocimiento aún rudimentario e implícito que ellos tienen, es una condición suficiente para que puedan recibir el don del Espíritu. Este Espíritu, el mundo no lo puede recibir, porque “el mundo” no echa de menos a Jesús. El mundo piensa que puede hacerlo todo sin Jesús. El contraste entre los discípulos y el mundo fue expresado por Jesús en esa misma ocasión cuando advirtió a sus discípulos: «Vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará». El mundo no necesita un Consolador ni un Defensor, pues se siente satisfecho y autosuficiente. Los discípulos, en cambio, recibirán el Espíritu y entonces se cumplirá lo anunciado por Jesús: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20).

+Faustino Armendáriz Jiménnez

Arzobispo de Durango

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