Agua mieeeeeeeel… ¿Le ponemos su litro señito?

(PRIMERA DE DOS PARTES)

Por Jesús Marín

De niño, tengo siete años en aquel Durango de los setentas, escuchas el pregón aguaaaamiel, tempranito, apenas lagaña el sol.

El pregón nos despierta cual gorrión mañanero, recorriendo algunas de las calles de la ciudad, que soñolienta despierta. Se escucha por mi barrio, mi Barrio de Guadalupe, cuyas fronteras eran la calle Gómez palacio y Gabino.

Es sábado, no hay escuela. Acurrucado en cama, calientito entre las cobijas. A salvo del mundo.

Oyes el grito del aguamielero, un viejito de carnes arrugadas, de arrugas sobre arrugas, de sonrisa desdentada y corazón de escuincle. piel tostada de asolearse la vida en los magueyes. Raído jorongo de colores marchitos por el uso. Huaraches de cuero, de una sola correa. Sombrero de palma, viejo como la antigüedad misma.

Luego luego se nota que es ranchero de prosapia, el Don, de esos que nacieron con el siglo. Al paso cansado de sus años viejos recorre la calle, pregonando su elixir sagrado, sangre de los dioses antiguos mexicas.

Arria su burro, compañero en las andanzas quijotescas. Dos sendas jarras de barro, a lomo de su fiel jamelgo, barricas de pulque una y aguamiel, la otra. Recién ordeñados de los magueyes. ¡Ah, el néctar de los dioses!

Pásele señitooo, llévese su aguamiel. Lo va ofreciendo a mitad de la calle. Aparecen ollas y vasos a mercar la delicia de nuestros ancestros. Aguamiel para crecer sanos y fuertes. Le falta un grado para ser carne.

Viene del pueblito, me dice mi viejo. Mi padre le compra dos vasos. Uno para él y otro para mí. Al final se bebe los dos.

Siempre he sido medio pusteco, yo prefiero mi chocolate, con pan tostado, untado con mermelada de higo.

Años que no escucho su pregón. Se ha perdido entre las brumas de lo que fuimos.

 

El agudo silbido de la delicia

En algunas noches, nomás atardeciendo, parpadeando la Luna. Arrullados por el triste cantar de grillos y el relampaguear de luciérnagas. Suena un agudo silbido, largo y profundo, de un tren en despedida. Sollozo melancólico.

De inmediato saltan nuestros corazones. Sonríen nuestras panzas, Jalamos las faldas de mamá, ¡es el camote, camote, cómpranos amá!, camote camote. Suena el silbato, sonido harto familiar. Harto gustoso. Un rico aroma, a canela, a miel, a camote, invade la calle. A calabaza. El silbato de un tren de delicia y dulzura.

Una luz amarillenta alimentada con un pequeño tanque, anuncia el placentero manjar. Invita a sacar nuestra olla y comprarle al señor del camote. Ofrece su dulce en un carromato hechizo, surgido de alguna carpintería, de algún herrero extravagante, de esos de antes, soñadores de Julio Verne, de cuando se herraban los caballos y soñábamos de lanzar un cohete a la luna.  Carromato del camote, creado por desbordantes imaginaciones. Armatoste entre cazón de bruja y cohete lunar, con lamparita de gas.

A mí se me figura nave espacial, digna de las novelas espaciales de Isaac Asimov. Imagino que de un momento a otro, se elevará por los cielos, por el firmamento y se estrellará en la luna, haciéndola pedazos.

Te dan dos o tres trozos, bañados en miel de piloncillo. También te ofrecen calabaza cocida, calabaza de Castilla. Nomás el aroma te llena el hambre y alborota el antojo, agua se te hace l boca,

Ya en casa, cortas trozos de camote y calabaza en tu cazuela menudera, los bañas de miel y alegremente los salpicas de la fresca leche. A cucharrazo limpio, mordidas sin piedad ni impedimentos.

Le das fin a estas delicias. Se deshace el camote en tu boca ante el frescor de la leche. Lo dulce de la miel. Si eres muy impaciente, a mordida voraz, sin esperar la leche. Se desmoronan en la boca como delicados pétalos de rosa.

El silbato de camote rompiendo el silencio por las noches, anuncia el rico manjar del camote al caer la tarde, casi ha desaparecido.

Devolvemos la ferocidad a sus tijeras

Ya no suena el inconfundible canto. El canto melancólico de la armónica del afilador de cuchillos y tijeras. ¡Le afilamos cuchillos que ya no corten! ¡tijeras que han perdido su ferocidad!, los afilamos en la puerta de su casa. Y resuena el canto de las cautivas sirenas en su armónica.

Nuestras madres sacan las viejas tijeras de costura, tijeras de mil usos: trasquilar al perro de la casa, cortarnos el greñero, sentados en una silla en el patio. El hule para forrar los cuadernos. La tela para los limpiadores de la casa; afilar los cuchillos de la cocina que de tanto cortar cebollas y tomates, han perdido su filosa sonrisa.

El afilador trae montado el torno en la parte trasera de su bicicleta. En la parrilla. Le da vueltas y vueltas, manualmente para sacarles filo a lo mellado. Devolverles la acerado vida a lo moribundo. Devolverles la filosa juventud a las tijeras.

En las afuera de tu casa, trabaja en su oficio de nigromante del acero, cual antiguo forjador de espadas de Toledo. Cercado y rodeado de la chiquillada del barrio.

Ojos abiertos, miradas infantiles, de todos tamaños y sorpresas.  Miramos azorados la magia del saltar de chispas de la rueda del torno al girar, cual viejo Merlín ante el asombro de sus seguidores.

Nuestros cuchillos y tijeras, ya son otros, han vuelto a a las batallas del cortar y pelar. El sonido del afilador se aleja, buscando nuevas fraguas, nuevos combates en el giar de su torno.

 

El Señor Tlacuache

Los pregones del comprooo ropa vieja y fierros que ya no quieran, botellas vacías y sombreros que no usen. Niños malcriados que zurren los calzones.

Se escuchan en los barrios, con un temor reverente de los escuincles del barrio.

El ropavejero, el robachicos. El viejo con del costal, bolsas de ixtle o costales harineros, colgados del hombro, a manera de recolectores de cachivaches y recuerdos inservibles. O un viejo triciclo de madera con llantas de balero, recogiendo tiliches, comprando fierro y botellas vacías, nada desprecia el hombre. Hasta ilusiones rotas

El viejo del costal, el señor tlacuache, el coco, el que si no te duermes viene por ti. Te voy a regalar con el viejo del costal por mal portado. Por no comerte las verduras.

Lo vemos retefeo, con el miedo gorgoreando en el cogote. Mal encarado. Casi casi escuchamos los huesos de niños, sonando en los bolsillos de su chaquetón. Toca las puertas, grita desde las banquetas. Alebresta la quietud con su voz ronca y sus gestos de gigante chaparrón.

No abras amá, nos abras mamita chula, vamos a portar bien. No abras macita chula. Temerosos que nos eche al costal, el temible viejo del costal con el que nos asustan los mayores. Sí existe, y esta afuera, viene por nosotros, la corredera hacia debajo de la cama o esconderse entre la ropa del enorme ropero de roble, castillo inexpugnable.

Es el señor Tlacuache de la canción de Crí Crí: “ahí viene el Tlacuache, cargando un tambache, por todas las calles de la gran ciudad El señor Tlacuache Compra cachivache y para comprarlos suele pregonar ¡Botellas que vendan! ¡Zapatos usados! Sombreros estropeados, pantalones remendados. Cambio, vendo y compro por igual ¡Chamacos malcriados! ¡Miedosos que vendan!”.

 

La oscura magia de las húngaras

Brillan los colores chillones de los amplios faldones al andar por  los barrios de Durango. Asaltantes de la gama de mil arcos iris. De infinidad de mascadas y pañoletas. Blusas holgadas, brillantes a la luz del día.

Tintinean los anillos y collares. Mujeres enigmáticas, sobrevivientes de oscuras magias medievales. Descendientes de hechiceras. Son las húngaras. ¡Han llegado las húngaras!, murmura el barrio. A esconder a los niños, no les vayan hacer mal de ojo. O llevárselos para asarlos en sus hogueras de sus campamentos.

Guarden monedas y alhajas. No las mires a los ojos, te roban el aliento. No les vayas abrir. Te leerán la hora de tu muerte en la palma de tu mano. No les preguntes nada ni les des a leer la palma de tu mano, se robarán tu alma y fortuna.

Descendientes de gitanas. Descendientes de trashumantes, sin patria ni dios, sin otra fortuna que la audacia de su sonrisa y la labia de sus palabras, palabra que envuelve y hechiza, palabra de dioses lovercranianos. Fueron los gitanos los que cargaron la tierra del castillo de Drácula y al mismo Conde, en su viaje a la tierra de Albión.

No tiene territorio, ni amos. Ni Dioses ni demonios.  Libres como las nubes. Salvajes e indomables como el mar mismo. Viene desde la Europas orientales, huyendo de ser cazados y exterminados. De ser quemados por infieles y ahijados de la oscuridad.

Las húngaras son hijas del viento y las soledades, en sus hogares de carromatos a la luz de la hoguera. De sus noches de danza y guitarras. Son un mundo aislado. Un mundo que va despareciendo en el mito y la leyenda. De tribus extraviadas en la memoria de las centurias.

Mariposean de puerta en puerta, tocan con sus largas uñas y sus finos y cadavéricos dedos, al amparo del sol del mediodía.

Húngaras tocan las puertas de las casas. Ofrecen la magia de su ambiguo saber. De su magia prohibida, aprendida en libros arcanos, de generación en generación. Sabrá Dios, donde surgieron los gitanos. Sus haceres y quehaceres Insondables y misteriosos. Nadie sabe de dónde surgen, qué tenebrosos mundos habitan.

Los gitanos, venidos de la Europa oriental. pañoletas y brillantes aretes. Sus largos dedos, cargados anillos, de piedras rojas y esmeraldas. Amuletos envueltos en sedas rojas. Amuletos para el mal de amores, para la envidia, para recuperar el amor perdido, el amor imposible, para conjurar la mala suerte y lograr la fortuna.

La mirada astuta, de engatusamiento al hablarte. Te embriagan con sus voces y te hechizan con sus palabras.  Te embrujan con la palabra. Te hipnotizan con su labia. Te desvalijan sin que te des cuenta. Cargadas de abalorios que juran por la memoria de sus madres, pertenecieron a la gran Reyna Victoria del imperio británico. Te los venden a cambio de tu alma.

Miradas que esconden los secretos de saberes antiquísimos; tribus errantes, extraviadas en las nostalgias.

Van casa por casa, vendiéndote hechizos. Prometiéndote fama y el perdón de Dios. Leyéndote las cartas, descifrando el destino en la palma de la mano. En las líneas de tu mano, tu amor y tu suerte. Tu vida y tu muerte.  Amuletos contra la salación y los males de ojo. Polvos para retirar envidias.

Si te descuidas no solo te roban el alma, Te desvalijan de dineros. Nosotros tras las faldas de madre, asombrados de que las brujas sí existan. Miramos aquellas raras señoras, de hablar rápido y gesticulantes manos.

Leen la bienaventuranza. Te ofrecen piedras envueltas en papel de china, de colores, para la buena suerte. Para alcanzar el amor verdadero. Riega esta agua por los rincones de tu casa, los viernes, el mal no te alcanzara. Desaparecen en la niebla, tal y como vinieron.

 

Por tragón el niño se empacha

Si te enfermas de la panza. Si te empachas. Si estás pusteco y no quieres comer. Te llevan con el viejito que soba, con la Doña María o con don Chencho. Sobadores que curan con el calor de sus manos, con la sabiduría heredada por los ancestros.

Frascos de aceites y ungüentos que apestan a diablos, hierbas y tés. Te soban y frotan las corvas. El niño empachado no quiere comer, le duele la panza. Todo el día, tristeando pusteco, A llevarlo a que lo soben. Esta empachado el nene. Te embarran de manteca o algún extraño menjurje, desde las rodillas hasta las pantorrillas.

Da comienzo la sobadera. Apretujan tus extremidades, a dos manos del chamán de barrio. Con brutal alegría baja las manos y dedos, por toda tu pierna. Te retuerces del dolor, gritas como becerro asustado; te estoy curando el empacho, mira las bolas que se te forman en las pantorrillas, es el empacho. Aguántate niño, llora para que el empacho salga de tu cuerpo ¡Oh maravilla! A los pocos días tragas como troglodita.

Si te arde la garganta, no pasas saliva. Y el vaporub y las inyecciones, ya no surten efecto. A quebrarte las anginas. Viejecitos de eternidades en la mirada, curanderos, quebradores de anginas, convocantes de limpias espirituales.

Te mechonean el cabello con la furia de un apache. Te jalan el copete sin decir agua va. Te lo estiran, queriéndote escalpar. ¡zas! se escucha el crujido de algo quebrándose dentro de ti.

Ya está, el niño no se volverá a enfermar de la garganta en su vida. Sales de la mano de tu madre, ojos llorosos, pero sin ardores.

Pocas veces los hechiceros te visitan en la casa. Solo en casos donde la casa se siente pesada. Donde flota una nube de malos augurios y presagios malignos. Se escuchen ruidos por las madrugadas. Desaparecen vasos y el agua sale oscura. Se esparzan malos olores.  Y en ciertas partes de la casa, se sienta harto frío de espantos.

Van a limpiar tu casa de malas influencias. Exorcizar la oscuridad de tu hogar. Barridas con huizache, huevos y limones; rezan letanías, oraciones antiguas, rosarios en mano, con amuletos de huesos y hierbas.

Esparcen agua bendita por los rincones. Invocan Santos y Dioses, en oraciones. Quiebran los huevos en un vaso con agua, mira te están haciendo un mal, un amarre para que mueras. En el vaso, entre la yema y la clara, cosas negruzcas se mueve, pulpos de abismos insondables.

Ya te liberé. Debes rezar nueve aves Marías cada jueves, durante un mes. Encender veladores y regar con agua bendita los viernes. Los limones tirarlos en un cruce caminos a la medianoche, con la mano izquierda. Cómprate varias estampitas del Sagrado Corazón de Jesús y de San Genaro. Un escapulario y una medalla de San Gregorio.

Te dan la mano a que le beses. Son tatas grandes No cobran por sus sanaciones. Lo que usted quiera darme hermana. Por miedo o agradecimiento la paga es generosa, aun en la humildad del hogar.

 

La música más hermosa del mundo

Hay una música inolvidable en nuestra niñez. La música más hermosa a nuestros oídos infantiles. Música que, a cincuenta años, al volver a escucharla, se te alegra el corazón y se te alborotan las papilas gustativas.

La melodía surge de un altavoz. Es la música más hermosa del mundo. Se esparce por la calle, entra por las ventanas. Anuncia el paraíso del sabor y la alegría. Es hora de correr al camión de los helados. Al castillo de los sabores y conos.

Es la música de helados. De sabores refrescantes. El piano no deja de sonar alegremente, mientras los ríos de niños se desbordan en su derredor.

Es una camioneta combi, pintada de colores, de sabores, que, a paso de tortuga, rueda por la calle. Manadas de sedientos escuincles, salen a borbotones de rendijas y puertas, con el veinte en la mano, con el tostón a mercar la fresca delicia, armados de vasos de peltre o platos de plástico.

En canastilla o en barquillo. Algunos llevamos nuestros vasos del peltre. Una de chocolate. La mía de fresa. A mí de limón. El señor de la nieve no se da abasto, ante tantas manos extendidas, ante la urgencia por el helado.

Ahora cincuenta años después, sé el nombre de esa melodía, es música del pianista danés Bent Fabricius Bjerre mejor conocido como BENT FABRIC Chicken Feed (Alimento para pollos) y Alley Cat (El gato Alley).

Hoy en día en pleno 2023 se escucha esa cancioncita, en triciclos, anunciando que los helados han llegado. Una música tradicional en Durango que la asociamos con los helados. Es una tradición que perdura. Y sí, sigo degustando de sus nieves, con el antojo de cuando era un escuincle. Con esa melodía vuelve la magia de los cinco años en el corazón.

 

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