Palabra Dominical

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II Domingo Ordinario

Encuentro con Cristo, experiencia clave

Jn 1, 32-42

Retomamos el ritmo de la vida ordinaria, con alegría y esperanza, sabiendo que también en lo ordinario Dios se hace presente.

Este domingo meditamos un pasaje del Evangelio de san Juan, donde el Bautista al ver a Jesús les enseña a sus discípulos que él es «el cordero de Dios». Esta afirmación, más que simple información, parece contener una invitación a sus discípulos a entrar en contacto con ese personaje misterioso. Juan, con esta actitud de desprendimiento y generosidad, está anticipando lo que dirá más tarde: «Yo no soy el Mesías, sino que me han enviado por delante de él. (…) Él debe crecer y yo disminuir» (Jn 3, 28.30).

Y los dos discípulos, aunque quizá no entendieron claramente lo que significaba «Ese es el Cordero de Dios», sintieron gran curiosidad y por eso lo siguen, y escuchan las primeras palabras que pronuncia Jesús en el evangelio: «¿Qué buscan?» No es una pregunta trivial, suena a desafío. Es la pregunta que Jesús dirige a cualquier lector del evangelio: «¿Qué buscas?». Y el lector se siente obligado a pensar si ha buscado o busca algo en su vida, o si ha dejado de buscar. Los dos muchachos podrían decir, con el salmista: «Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro». Pero su respuesta es más tímida. Se dirigen a él con profundo respeto, llamándolo «rabí», y se limitan a preguntarle dónde vive. Por desgracia, no sabemos de qué hablaron desde las cuatro de la tarde en adelante.

De esa larga conversación cuyo contenido ignoramos, Andrés sacó la conclusión de que aquella persona era alguien más que el Cordero de Dios, o un rabí cualquiera. Así lo comunica entusiasmado a su hermano: «Hemos encontrado al Mesías». ¿Qué quería decir con esto? Ateniéndonos al cuarto evangelio, la mentalidad popular esperaba del Mesías que realizara numerosos milagros, como sugiere la gente de Jerusalén: «¿Cuándo venga el Cristo, hará más signos de los que este ha hecho?» (Jn 7,31). En esta línea prodigiosa, otros piensan que «el Mesías permanecerá para siempre» (Jn 12,34). Sin embargo, el título de Mesías tenía por entonces una fuerte carga política. Es posible que esto fuera lo que más entusiasmara a Andrés e intentara transmitir a su hermano Simón Pedro.

La pretensión de haber encontrado al Mesías la considerarían absurda muchos judíos. Los fariseos llevaban más de un siglo pidiendo a Dios que enviara a su Rey Mesías. ¿Iba a encontrarlo precisamente este pobre muchachito galileo? Sin embargo, su hermano le hace caso y marcha al encuentro de Jesús.

Tiene lugar entonces una de las escenas más misteriosas. Cuando Andrés y Simón Pedro llegan ante Jesús, el evangelista introduce una pausa que crea fuerte tensión: «Jesús se le quedó mirando». ¿Qué siente Jesús al ver a Simón Pedro? ¿Qué experimenta este al verse examinado por Jesús? Una vez más, el evangelista omite cualquier comentario.

Jesús no lo saluda. No le pregunta qué busca. No necesita que Andrés se lo presente. Él sabe quién es y quién es su padre. Inmediatamente, con una autoridad suprema, le cambia el nombre por Cefas, sin explicarle por qué se lo cambia ni qué significa ese nombre.

Simón Pedro, a remolque de su hermano Andrés, acude a Jesús pensando encontrar en él al Mesías. Y este, en vez de entusiasmarlo con un discurso o un milagro, lo mira fijamente y le cambia el nombre, que es lo más personal que tenemos. Para un judío, el nombre y la persona se identifican. Lo que advierte Simón es que ese personaje está disponiendo de él sin consultarlo ni pedirle permiso. Sin embargo, no reacciona, no pide una explicación ni se rebela. Quien no lo conozca, imaginará a Simón como un muchacho tímido y callado. Hoy sabemos que no fue así.

A raíz de esta santa Palabra que meditamos, pienso que debemos quedarnos con dos ideas; primero, nosotros que acudimos a la celebración de la santa misa, debemos hacernos la misma pregunta que Jesús hizo a quienes lo seguían: ¿Qué buscas? ¿por qué estas aquí? Esto nos ayudará a purificar nuestras practicas religiosas.

La segunda idea que les invito a meditar es lo que Jesús hace a Simón, no le presenta un milagro, o un discurso persuasivo, sino que le cambia el nombre. la presencia de Dios entre nosotros tiene como objetivo cambiar las cosas, y la primera realidad que se debe de cambiar eres tu. El mundo no se puede transformar si tu no empiezas a cambiar.

Si buscas, milagros espectaculares, soluciones rápidas, grandes proyectos de mercadotecnia, una visión empresarial de la vida, un éxito basado en la economía de mercado, seguro saldrás decepcionado si sigues a Jesús. El Codero de Dios, ofrece un cambio real y eficaz que necesariamente empieza con cada uno de nosotros. Si quieres: Ven y lo verás.

+ Faustino Armendáriz Jiménez

Arzobispo de Durango