Palabra Dominical por el arzobispo Faustino Armendáriz

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Solemnidad de Jesucristo Rey de Universo.

Cuando lo hicieron por uno de aquellos más insignificantes, conmigo lo hicieron.

Mt 25,31-46

Con este domingo cerramos una etapa más en la historia de salvación, y lo hacemos recordando el Reino de Jesucristo, el Señor. Cuando esta fiesta fue instituida por el Papa Pío XI, no se buscó una simple celebración ritual sino algo más trascendente y vinculante. Pues ante todos los desórdenes sociales que se vivían en ese tiempo afirmaba el Papa: está de fondo el “haber alejado a Cristo y su ley de la propia vida, de la familia y de la sociedad”; y por tanto “no podrá haber esperanza de paz duradera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de Cristo Salvador”. (Cf. Pío XI, Quas primas 1925). Por eso esta fiesta tiene como finalidad recordar la invitación de Cristo a formar parte de su Reino, asumiendo su Evangelio.

Las Palabra de Dios que escuchamos este día no hablan de una celebración de campanas al vuelo y ceremonias deslumbrantes. Hablan de lo bien que se porta Cristo Rey con nosotros y de la respuesta que espera de nuestra parte.

Quisiera resaltar el texto del Evangelio, como es evidente, no se centra en el triunfo de Cristo, que da por supuesto, sino en la conducta que debemos tener para participar de su Reino.

La parábola es tan famosa y clara que no precisa comentario, sino intentar vivirla.

Sin embargo, les invito a ver algunos matices de este pasaje:

Primero veamos que a diferencia de otras presentaciones del Juicio Final en la Apocalíptica judía, quien lo lleva a cabo no es Dios, sino el Hijo del Hombre, Jesús. Es él quien se sienta en el trono real y el que actúa como rey, premiando y castigando.

En segundo lugar, debemos tener muy en cuenta que los criterios para premiar o condenar se orientan exclusivamente en la línea de preocupación por los más débiles: los que tienen hambre, sed, son extranjeros, están desnudos, enfer­mos o en la cárcel. Estas fórmulas tienen un origen muy antiguo. En Egipto, en el capítulo 125 del Libro de los Muertos, encontramos algo pareci­do: «Yo di pan al hambriento y agua al que padecía sed; di vestido al hombre desnudo y una barca al náufrago». Dentro del AT, la formulación más parecida es la del c. 58 de Isaías: «El ayuno que yo quiero es éste: partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne.» Lo único que Jesús tendrá en cuenta a la hora de juzgarnos será si en nuestra vida se han dado o no estas acciones capitales. Otras cosas a las que a veces damos tanta importancia (creencias, prácti­cas religiosas, vida de oración…) ni siquiera se mencionan.

Por último y no menos importante es la novedad absoluta del planteamiento de Jesús: lo que se ha hecho con estas personas débiles se ha hecho con Él. Algo tan sorprendente que extraña por igual a los condenados y a los salvados. Ninguno de ellos ha actuado o dejado de actuar pensando en Jesús.

El Papa Francisco no recuerda que la propuesta es clara: hacerse presentes ante el que necesita ayuda. Este pasaje nos interpela a dejar de lado toda diferencia y, ante el sufrimiento volvernos cercanos a cualquiera (Cf. Fratelli tutti  81). Jesús nos invita a estar abiertos a tener un corazón abierto hacía los demás.

En este tiempo difícil que estamos viviendo ojalá que podamos construir el reino de Cristo, ayudando al hermano, pues cuando lo hicieron por uno de aquellos más insignificantes, conmigo lo hicieron.

+ Faustino Armendáriz Jiménez

Arzobispo de Durango.