María, mujer indígena, de pie y en lucha

0
73
  • Una historia, como muchas.
  • Por el hombre al que entregaron su corazón, su cuerpo y en lamentables ocasiones, por aquellos que les quitaron hasta el último aliento, alegando una hombría mal entendida…

Graciela Rosales/La Voz de Durango

Se llama María, su rostro moreno muestra en arrugas el paso del tiempo y en sus cicatrices las huellas de la violencia a la que fue sometida por su esposo, el hombre que le prometió bajarle las estrellas, que le juró amor eterno y que la golpeaba por ser “vieja”, porque pedía el “chivo” para darle de comer a sus tres hijos y porque en su ignorancia nunca supo que el amor y el respeto eran otra cosa.

Después de mucho insistir, María accede a contarnos su historia, pero pide guardar su identidad, porque le da vergüenza que la gente sepa de sus humillaciones, y porque sus hijos ahora son jóvenes y no quiere que juzguen a su padre, quien murió hace ya más de 15 años.

Originaria de Pueblo Nuevo, madre de Gustavo, Francisco y Juanita, de 18, 17 y 15 años, respectivamente, María empieza a contarnos “su historia de amor”. Y comienza. “Sufrí mucho… mi señor se llamaba Pedro, salió muy tomador y se enojaba porque yo no entendía lo que me decía, me pegaba mucho, un día me dejó tirada y se fue, quesque yo había volteao a ver un hombre que pasó por enfrente y me agarró de las greñas, me aventó, yo me caí al suelo y entonces él me dio de patadas, también me pegó en la cara”.

Esa vez, dice María, la llevaron al Centro de Salud y le dijeron que debía quedarse internada porque sus costillas estaban quebradas y apenas podía moverse; “pero no me quedé, no, onde me iba yo a quedar, mis hijos estaban chiquitillos y taban solos, mi amá ya taba grande y pos ella tenía que atender a mi apá”.

Dice que esa vez fue cuando más le dolieron los golpes y tardó semanas en recuperarse; en esa ocasión Pedro regresó después de tres días, nunca se disculpó con ella, pero le llevó medicinas y “me ayudaba a moverme y me acomodaba las vendas”.

Entonces no había esas cosas que hay ahora, dice María, nadie le ayudaba a las mujeres, el juez del pueblo ni siquiera detenía a los hombres que golpeaban a sus mujeres; tampoco había trabajo para ellas, así que se quedaban al lado del marido golpeador porque, ¿quién las iba mantener y quién las iba a querer con tanto hijo?

Agrega que varias veces pensó en dejarlo y le dijo a su papá, pero él le respondió que Pedro tenía que ser quien la regresara a la casa paterna; y Pedro nunca lo hizo aunque ella se lo pidió muchas veces.

Un día, Pedro se fue a tomar y ya borracho llegó a un baile, ahí comenzó a discutir con un fuereño, y él lo mató de dos balazos; murió esa misma noche, hace más de 15 años; cuando ella se enteró dice que, “me dolió que lo mataran, lo lloré”, pero al paso de los días acepta que se sintió liberada de un carga emocional que le apretaba el pecho, pero solo tomó un respiro, ahora debía asumir la responsabilidad de ver por sus hijos.

Dice María que en ese tiempo, su hijo más grande tenía apenas tres años, el otro uno y la niña estaba recién nacida, con mucho miedo y la ayuda de una conocida, se vino a la ciudad a trabajar en la casa de una familia en donde la dejaron vivir en un cuartito con sus hijos, así salió adelante.

Ahora sus hijos son estudiantes y le ayudan con el trabajo, se formaron al amparo de la familia de sus patrones y ella nunca les habló mal de su padre; no quiere que tengan un mal recuerdo.

Desde entonces, las cosas han cambiado, dice María, ahora las “mujeres son rezongonas, no se quedan calladas y dejan a los maridos y se van con otros; los que no han cambiado son los hombres, siguen tomando y pegándole a las mujeres, algunos les pegan muy feo y las matan”.

Así con la sencillez de la mujer indígena, María se ha convertido en el testimonio de maltrato que aún viven muchas mujeres que en diferentes circunstancias son agredidas por el hombre que escogieron para formar una familia. Por el hombre al que entregaron su corazón, su cuerpo y en lamentables ocasiones, por aquellos que les quitaron hasta el último aliento, alegando una hombría mal entendida.